No te
conozco.
No me
conoces.
Ahora
soy solo letras, y tú unos ojos que leen, y dentro de esos ojos un mundo que puede no rozar siquiera la órbita del andar de ese mundo que también yo soy
fuera de las letras. Quizás mañana, quizás nunca, nos crucemos en el azar de
una calle cualquiera sin saber que somos nosotros: yo esas letras que no
aparento; tú esos ojos que nunca he visto.
Aunque me
leas ahora, siempre será inevitable que yo escribí antes. Pero eso no importa,
porque aquí no hay tiempo. En este instante estamos unidos por las palabras,
luego la vida sigue.
Da
igual que vuelen segundos, que dancen las horas, que el tiempo inmenso se
atenúe… cuando leas esto, estaremos hablando tú y yo. Estaremos hablando en
silencio. Da igual que no nos reconozcamos mañana, que nunca sepamos quienes
somos, que jamás nos crucemos.
Quizá
sea mejor así. Sin tú saber si yo sería ese rostro inquieto que busca
escaparates de cosas que no se compran, o ese hombre sentado en un banco
esperando a la esperanza, puede que ese andar precipitado que siempre llega
tarde a ninguna parte. O tal vez quien te ha pedido la hora hace unos minutos.
Quizá
sea mejor así. Sin yo saber, si eres acaso ese cabello negro cuyo paraguas le
ha robado el viento, o ese rostro aún por despertar que me mira sin verme, o
simplemente, nadie con quien me vaya a cruzar esta tarde de otoño.
Da
igual mientras leas esto, no importa que sea después, mañana o entonces.
Da
igual dónde esté yo, que no sepa que ahora me lees, da igual cuál de todos esos
mundos que se cruzan en el azar de una calle cualquiera.
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