miércoles, diciembre 21

 Siempre el vocabulario fue más afín a mis dedos que a mi lengua. Y cambiaría, créeme que cambiaría, quemaría, borraría, negaría, cada verso escrito por toda frase que no supe decir a tiempo.

Créeme que cambiaría el papel por tus oídos, pero tus oídos no siempre estaban cerca, junto a mi cama o dentro de esa gaveta donde encuentro todas las cosas que han desaparecido.

Y muchas veces frunces el ceño ante las palabras que dicen lo mismo con otras palabras que te parecen tan bellas cuando las lees.

Para los ojos vendados, la desnudez no existe.

El pasado es una pieza del futuro. Y no siempre encaja. No siempre a lo aprendido le llega el momento de descubrirse, no siempre lo que perdiste se perdió del todo.


Atesoramos una enorme cantidad de materia alimento de la nada. Con el tiempo es el polvo sedentario su habitante más asiduo.

Objetos a los que les va sobrando más espacio a medida que se borran de la memoria.

Y no es más que la nostalgia de lo que vamos dejando de ser para confirmarnos cada cierto tiempo que seguimos siéndolo, como trucos que tenemos para recuperar todos esos recuerdos que no podemos cargar a la vez porque nos saturaríamos.

Abro aquel cajón y aparecen, sobre papel mate, fotografías de un ayer muy ayer; bajo esa vieja manta tuve mis primeros sueños; sobre esta mesa escribí algún día, sin saber que hoy escribiría sobre un día en que escribí, renglones olvidados cuya certeza es una mancha de tinta sobre la madera.

Cuadros, fotos, la entrada de un teatro que ya no existe, promesas cuya eternidad naufragó en un mar demasiado ancho como para unir dos orillas. Y es que a veces no hay distancia más vasta que el propio tiempo transcurrido.

Olores, el dardo más preciso de los recuerdos, canciones como mapa de una época, aquel libro al que guardas un afecto especial porque encerraba justo lo que en un momento dado necesitabas leer, y compruebas que tarde o temprano los fantasmas pueden vivir reconciliados con las alegrías.

lunes, diciembre 19

A veces pasa.

Te sientas a escribir, enfrentas el papel, y asumes que el vacío ha conquistado la distancia que separa tus adentros y el lenguaje.

Las palabras, como brújulas locas, zozobran perdidas tentando una orilla a la que parecerse.

Y cualquier punto que rozan, bosqueja un mapa desconocido, una gramática ajena, una foto que al revelarse muestra el paisaje de un lugar que no es el que intentas describir.

A veces pasa.

Que una membrana invisible atora las salidas por las que pensar y sentir salen al mundo hechas palabras.

Y sabes el qué pero extravías el cómo.

Que parece tu piel un espeso telón que no puede abrirse para dejar a la vista aquello invisible y que es más real que el teatro en que nuestro papel es el guión de cómo asumimos lo que hace de nosotros esta mezcla de tragedia, comedia y ficción.




Me resisto a pasar por la vida sin hacer el más mínimo ruido.

Y escribir no es otra cosa que mi forma de romper el silencio.

Asumo que seré cuando me vaya no más que una mota de polvo, un suspiro cósmico, un milímetro apenas de una de las piezas infinitas que se diluyen, como bruma transitoria, sin llegar de ningún lado y despareciendo como lo que nunca estuvo, en el olvido de la historia.

No hay pretensión ni esperanza de que mis palabras rebasen los límites de mi espacio en el tiempo, pues no soy más que una forma propia irrepetible (como tú, como todos) de ser algo parecido a lo que tantos otros fueron.

Un buscador de sentidos.

Un arrendador de mi cuerpo para que ocasionalmente se aloje la pereza.

Un poeta.

Un caminante sin brújula en atajos de norte perdido.

Mis sueños ya fueron de otros, pero esta es la única vez que los soñaré yo.

Viviré las cosas que otros ya vivieron, pero jamás en el mismo momento en que se viven las cosas.

Los dardos del azar ya dejaron cicatrices antes, pero esta es la única vez en que se adosan a los moldes de mi adentro.

Heredamos las preguntas de siempre con los ojos del nunca.

Mis recuerdos en cambio no se repitieron jamás en otra memoria, y nadie sin ser yo, podrá jugar con ellos. Mirarlos, mimarlos, querer que vuelvan, desear que se vayan.

Convertirlos en escritura…

Y sin embargo son tantas las veces, en que a pesar de saber todo esto, parece que viviera más como quien lo ha olvidado que como quien lo recuerda.

Y se deja llevar por esa tendencia a no dejarse simplemente llevar.

Y se deja noquear por la resignación ante la idea de que esto es simplemente un tránsito entre dos silencios.

No es ya tanto, te digo, por pensar que el futuro después de ti pueda esquivar tu huella, sino por decirte a ti mismo que hay algo ahí dentro.

Que hay alguien dentro.

Algo más que un mero latido de obsolescencia programada, un sobresalto que eluda la sensación de línea recta.




La oportunidad de intentar parecerte a esas frases y tópicos que disparas con la esperanza inconsciente de que por decirlas queden más cerca.

Y esto pasa.

Pregúntate aunque no entiendas.

Asómbrate aunque te acostumbres.

Deja algún escudo en tregua, algún resquicio de la corteza abierto a la opción de emocionarte.

De no conformarte.

De dudar.

De no dejar de querer aprender

Así sabrás, no solo que vives.

Si no que estás vivo.

Que aunque parece lo mismo, no lo es.


Ahora comienza de nuevo, el lento aprendizaje de la soledad, buscar a tientas una presencia y encontrar el hueco donde ahora duerme el vacío, respirar sin los suspiros que acompasan tus latidos.

Ahora empieza otra vez, el intentar comprender ese lenguaje raro con que habla la extrañeza, aprendido en camas que se hacen infinitas, en noches que parecen frías, de días que se hacen largos.

Ahora el futuro parece imposible porque parece un presente infinito, la asimilación de una ausencia donde lo que respira ya son solo los recuerdos.
Ahora es una vuelta al insomnio de intentar mantener dormidas las mil tentaciones de la necesidad, a conjugar torpemente el verbo echar de menos, porque poco importa todo lo demás.
 


 



COMO BENJAMIN BUTTOM

En lugar de aprender a relativizar la importancia de los granos de arena, nos volvemos fabricantes cada vez más minuciosos de montañas.
Cada vez repetimos más frases como mantras que practicábamos más cuando las ignorábamos, que ahora que somos supuestamente más sabios.
Y aprendemos en sentido directamente proporcional al paso del tiempo las conclusiones de la experiencia, viviendo en el día a día en el sentido totalmente opuesto.
Cada vez con más ceguera en el asombro, cada vez con menos espacio entregado al tiempo de las cosas importantes, con más peso en las ideas cuando supuestamente los años debieron enseñarnos que está cada vez más claro que son algo volátil, etéreo, algo absorbido y moldeado que asumimos como propio.
Con los oídos cada vez más desatentos.
Y la voz con cada vez menos tacto.
La vida nunca es mala maestra, pero nosotros, a veces, somos malos alumnos, que aprenden en función de lo que necesitan creer, de lo que creen saber.
Cada vez más conscientes de que la vida son instantes y cada vez dejando pasar los instantes con menos consciencia del paso, con más certeza del peso, cada vez más tópico el eco del valor de las pequeñas cosas y cada vez más expertos en rabiar con aquello que sabemos ( o quizás solo lo escuchamos y lo repetimos) que no podremos pasar por la aduana del último silencio y sin embargo nos empeñamos en cargarnos en la espalda el equipaje de lo tangible.
Quizá necesitamos saturados los espacios que ocupa lo superfluo para tapar el vacío entre momento y momento en que abrazamos lo que realmente nos llena, nos hace humanos, amigos, seres que viven más allá de existir.
Corremos.
Y mientras corremos como si no hubiese un mañana, como si incluso fuéramos más rápidos que las propias prisas que nos tiran de los pasos, nos repetimos eso de que las cosas con calma. de que todo es ahora.
Mientras creces, el ayer crece contigo.
Fenómenos únicos que no se repetirán nunca en el mismo aspecto y bajo la misma piel.
Eso somos.
Fracciones de tiempo.
Presencias transitorias del espacio.
Viviendo casi siempre al revés.
Cada vez con más manías y prejuicios. Cada vez más propensos a estallar con un suspiro, con una contradicción de nuestras convicciones.
Cada vez más cansados y menos dispuestos a salir a buscar, a agarrar de la mano, a todo aquello que decimos que el tiempo nos quita.
La capacidad de asombro.
Los ojos limpios.
La destreza para encontrar oro en las mal llamadas pequeñas cosas, que son las que hacen que a veces la vida es enorme.
Para mirarlas con una lente que no sea tan tardía como la lupa con que las observamos cuando solo son ya recuerdos.
Y engañar de cuando en cuando, el sentido en que camina el reloj.
Y al final, en lugar de pensar que lo entendemos todo, la conclusión debiera ser no entender las cosas, despreocupados precisamente porque no necesitamos saber nada de ellas.
Así vivirlas más, porque parecieran nuevas, sin el peso de la interpretación, destiladas de las conclusiones de la experiencia previa.


“ No sabemos qué nos pasa. Precisamente eso es lo que nos pasa”. A veces no necesitas otras palabras porque la frase que lo explica ya se inventó.

Así que ya lo dijo Ortega y Gasset.

Sucede que hay momentos en que no encuentras las palabras, o bien todas las posibles resultan insuficientes.

Te notas lo que se dice raro.

Y no es apatía, pero tampoco tristeza.

Y no es anhedonia, pero tampoco desgana.

No sabes si estás en pausa o en tránsito,

no sabes si estás en suspenso o ausente.

Saber algo nunca implicó necesariamente saber explicar ese algo.

Ni conseguir explicarlo implica que se esfume.

Rehuyes del tópico como consejo socorrido del lugar común.

Prefieres no hablar si la boca que pregunta no acostumbra a acompañarse de un oído paciente.

Prefieres contar hasta veinte, hasta cien, hasta mil, para que tu voz no arrastre aspereza.

Te sacuden la paciencia cosas que antes no conseguían ni hacerte cosquillas.

Te das cuenta, y ese es el primer paso, la primera oportunidad para respirar más despacio, para echarle un jarro de agua fría al humor que anda como somnoliento, a ver si empieza a abrir los ojos y la boca porque anhelas ver las cosas desde su perspectiva.

Porque piensas que si todos gritáramos cada vez que llevamos un erizo abierto en el adentro (como tantos hacen), que si todos disparásemos a discreción todos nuestros demonios porque tenemos un mal día, entonces tendríamos que admitir que el otro lo hiciera, y daríamos la razón por todas las veces en que no lo creímos justo.

Entonces haces funambulismo entre el tacto y la transparencia, entre la certeza y el impulso.

Pasa algo y dices no pasa nada, porque en realidad es como un cúmulo de todo para el que no hay diccionario.

Ni en el júbilo ni en el duelo las palabras llegan a ser más que la punta visible de aquello que nombran.

Ni en el amor alcanzan el amor.

Ni en la tristeza diluyen la tristeza.

Ni en el poema desvanecen las inquietudes del poeta.

Aunque consigan ser espejo, son el reflejo pero no quien se refleja.

Como ahora.

Como tantas veces en que precisamente lo que a uno le pasa es que no sabe lo que le pasa.

Y dices nada, y hay algo pero no sabrías cómo empezar, ni dónde acabaría, a tejer las palabras con que dar voz a ese cúmulo de todo.

domingo, diciembre 18


 



Cuando se acabe el trozo de sí que te da el tiempo, no habrás sido más que otro ser que, para empezar, no supo nunca cuando llegaría ese momento.

Dentro de mucho tiempo no serás más que la prehistoria del futuro.
Un suspiro de polvo en el cosmos, una brizna de hierba en los años.
Los momentos que tocan música en la memoria pasarán como si nunca hubieran ocurrido, porque tus recuerdos se irán contigo.
No habrás sido más que una historia de mil errores con moraleja de miel derramada en las páginas que abarca el inventario de los aciertos.
Llevarás contigo las piedras con las que tropezaste.
Y los paisajes de cuando consigues volar.
Aún debes cargarlas con todos los tropiezos que te aguardan.
Y las alas que aún quedan por brotar.
Eres la única vez en que una forma de vida será exactamente quién eres.
Eres una historia que solo ocurrirá una vez.
Los instantes serán iguales, sino otros.
Porque no estarán los mismos.
Ni la mirada será, las de los mismos ojos.
Solo espero que el tiempo sea mucho aunque la eternidad lo haga pequeño.
Eres un suceso irrepetible.
Eres la porción de espacio que habitas en el tiempo.
10


 



A veces me siento, con la mente en blanco a escribir.
Las palabras están como dormidas, calladas, taciturnas, tímidas.
Los pensamientos en vaivén son más rápidos que ellas.
A veces me siento, bolígrafo en mano, papel en los ojos, a esperar que vengan, aunque sea un poco contradictorio esperar algo que no se ha ido, que está ahí pero que no se asoma.
Entonces, como hice otras veces, y como estrategia de la que no debo abusar, comienzo a escribir, por qué no, sobre estos instantes en que te sientas a escribir y las palabras están como ausentes, perplejas, perdidas, como queriendo que el escribir se te ocurra escribiendo, igual que el amor crece amando o que los sueñan se alimentan durmiendo y se persiguen despierto.
Cuando no vienen las palabras quizá, pienso, deba salir a su encuentro escribiendo, por ejemplo, sobre esos días en que las palabras no vienen.
Sabiendo que es posible asimilar que, de cuando en cuando, simplemente, no las hay.


El azar guarda sorpresas tan caprichosas que hace pensar en algo escrito.
Escuchamos una melodía que llega desde algún lugar impreciso y nos encontramos a la persona que la música nos trae a la memoria.
O soñamos con alguien a quien no hemos visto hace años y nos cruzamos al día siguiente en la esquina más inesperada.
Y entonces, con la vista atrás, reconocemos las señales que encontramos en los sueños, en las canciones, en las palabras rescatadas de algún libro, o llegadas de alguna voz, que son el espejo preciso de lo que ahora nos ocurre.
No creo que el Universo, vetusto y gigante, se vaya a detener para advertirnos de algo.
Hay momentos de nuestra vida, en que nos estremece la idea de que si la escribiésemos como una novela, habríamos elegido pasajes que hubieran sucedido de un modo casi idéntico.
La mayor parte de los días se diluyen en la memoria, un porcentaje enorme de los momentos se olvida.
La idea de que todo pasa por algo nos deja la de que ignoramos el algo por el que pasan.
Y no pudiendo demostrarlo no podemos tampoco debatirlo.
No podría un guión del destino dejar tantas lagunas.
Y además, la vida siempre se escribe hacia atrás, porque es hacia donde miramos para comprenderla.
O al menos intentarlo.


A veces, simplemente, se cierran las persianas. Sin previo chirrido de bisagras que lo anuncie.
Por algún resquicio de luz adivinas lo que hay afuera. Ves las pancartas nuevas que anuncian viejos tópicos sobre amor propio y ajeno, sobre amigos, sobre el tiempo, sobre la vida como un tren.
Divisas los jardines que parecen a una distancia mucho mayor que el grosor de una ventana, tan claros y tan lejos, como las estrellas. Pero hoy el olor no llega adentro para poblar los rincones.
Y da igual que adornes tus muros y fachadas de vivos colores, de frases que no practicas.
De lemas de los que no eres profeta y que solo delatan el deseo de serlo, o al menos la expectativa de predicarlo aunque sea un poco, para ser el primero en creerlo.
A veces, simplemente, las cosas están ahí, y lo que se hace polvo son las manos al intentar asirlas.
Y quieres salir a ser parte de aquello que ves tras el cristal, y descubres que también la puerta está reticente a abrirse.
Y sabes lo que tienes que hacer resolviendo la ecuación cuya solución es despertarse… volar… correr… .
Y te percatas de que ahora son las fuerzas las que se han echado a dormir.
Porque sí. Porque a veces también ellas, necesitan descansar.
Y no está mal decirlo sin alarmas.
Sin miedo a que nadie gire la cabeza para no intuir aquello que alguna vez sintió ventanas adentro.
Que igual que hay días que las soluciones arrojan luz antes de pensarlas, hay otros en que las nubes pesan, en que las palabras son torpes al bailar porque no encuentran música.
Hay días en que la propia biografía parece la novela que escribió un extraño, en que hay un hilo que corta el aire que articula las palabras.
Y no pasa nada.
No pasa nada por permitirte treguas, por despojarte un tanto de la obligación del mensaje preciso, de la palabra correcta, de la expresión con que le buscas un diccionario a lo inefable.
No pasa nada por no entender a veces las cosas, o por no conseguir encontrarles el lenguaje con que describirlas, con que amortiguarlas, con que darles voz.


Hoy estuvimos hablando de ti, de como pasa el tiempo (sobre todo para los que se quedan).
Hoy hablamos de tu casa de aquí, del pasillo que es la imagen inherente en mi memoria a la palabra infancia.
Aún me siento tentado a tocar la ventana al pasar por Anchieta 6, a ver si el tiempo fue solo un sueño y al despertarme me abres la puerta.
Hoy hablamos de tu ciudad, de la que tanto nos contaste entonces, esa ciudad que para nosotros es más un estado del alma que un entramado de calles.
Esa ciudad de la que trajiste, tus fotos, tu alma, tus recuerdos de una infancia que yo siempre imaginé en blanco y negro.
Hoy estuvimos hablando de ti, y como un acto reflejo emocional, mi memoria corrió a abrir las gavetas de los recuerdos dormidos, en el patio en que cuando pequeño descubrí lo que era la imaginación, aunque solo años después supe que tenía ese nombre.
El escenario de mis castillos, de mis barcos piratas, un páramo infinito, un muro a diez metros que parecía el horizonte.
Hoy estuvimos hablando de ti.
De como pasa el tiempo.
Y una foto del lugar al que siempre acudo, como a un santuario, como un ritual secreto, cuando vuelvo a tu ciudad, ha despertado en mí, las ganas de escribirte.
La necesidad de escribirte.
Y es como la sensación que tengo al pasar por tu ventana.
La sensación de que aunque no estés, como que tengo que pasar a saludarte.


El tiempo siempre está como un niño jugando en el jardín.
Te olvidas que está ahí hasta que le entra hambre y toca la puerta.
Entonces lo recuerdas, y recordarlo es una asimilación.
Entonces el espejo parece nuevo en el viejo lugar donde nunca dejó de estar, y parece que al mirarlo es la espalda de alguien cuya marcha es hacia atrás.
Porque solo lo asumes después.
Cuando ya pasó.

 


Un día, serás como una estrella, un pequeño punto en la historia del infinito.
Una estela de luz como prueba de que estuviste en el espacio que ahora habitas.
Un día serás como una nube, hermosa, etérea y pasajera, un trazo caduco en el cielo, una silueta llegada desde el silencio en marcha hacia el silencio aprendiendo a dibujarse y desdibujarse una y mil veces por el camino.
Un día serás el suspiro de un sueño que suspira, un transeúnte del tiempo, un grano de polvo cósmico que brilla en el escenario de la eternidad.



La memoria es, unas veces, estar en un lugar sin dejar de estar en otro.En ocasiones es llegar al mismo sitio y comprobar qué queda y qué no.
La memoria es, unas veces, viajar desde el instante en que estás ahora, a algún instante del ayer en que no se deja de estar del todo.

 Cada día que pasa quizá tiendo más a fingirme menos.

No puedo negar que a veces, como a todos, se me escapa una postura, un saber estar aunque no esté del todo.
Y quizá mi silencio, aunque a veces se deba a un letargo de las palabras, es más propenso a la aceptación de que no tengo nada que decir en ese momento.
Y quizá mis respuestas se parezcan más a lo que pienso aunque, de corazón, desearía pensar distinto.
A veces maquillo la distancia como paso del tiempo y me complico al distraerse la idea de que es simple y llanamente distancia.
A veces mis palabras corren más que yo y al alcanzarlas descubro que se parecen más a lo que pienso que a lo que, a mi pesar, querría pensar.
Quizá comienzo a aprender a descoser los disfraces, a descorrer los telones entre adentro y afuera.
No hay más.
A veces no hay más.
No hay misterio en los silencios ni entrelíneas en las palabras.
Quizá lo que transmito no tiene un más allá.
Algo no me conmueve y no me muestro conmovido.
Algo no me trae de mis ensueños porque la voz no me convence más que los ensueños.
A veces la alegría se nota porque no hay más que alegría.
A veces la apatía se delata en mi gesto, porque simplemente no hay ánimo, aunque no siempre, pero sí más a veces que antes.
A veces no basta el recuerdo en común si solo hago yo por saber de ti.
Y me cansa.
Pero no me derrota.
Aprendo a prescindir de lo que no está presente.
A mirar de cerca la certeza de lo que se aleja.
De que no echo de menos lo que no siento echar de menos, diluyendo mitos y pedestales de lo que me repetí como imprescindible.
A veces me sorprende la facilidad para vivir con cuánto me da igual lo que creía fundamental, y la nostalgia otrora sobreestimada de cosas sin las que antes creía que me costaría más vivir.
Mi religión es el recuerdo, y ahí guardo los altares de las caras que volví sagradas.
Quizá no estoy espeso, es que no tengo más que decir.
Quizá me alegra verte, y mis palabras son sinceras, pero, de lo contrario, no pasa nada.
Hay que regar este ahora para tener recuerdos que revolver mañana.
Porque los de siempre ya no conmueven los resquicios ni las ascuas que quedan prenden llamas.

 



Escribir es contarle algo a alguien cuando no hay nadie.
Brindarle un vocabulario al paisaje de pensamientos en vaivén que se suceden bajo la piel, en los dominios de lo invisible, dictados mediante algo que no es del todo una voz, porque transcurre en silencio.
Abrirle las persianas, a lo que de otro modo, habitaría por siempre rincones en los que apenas
da la luz.
Los recuerdos que despertamos.
Las historias que inventamos, basadas en la vida propia o en mundos y transeúntes, cuyos bosquejos surgieron en algún momento de abstracción, de mirada adentro, en que las palabras, como de pronto, como aparecidas por explosión desde la nada, desde un lugar de nosotros en que no sabíamos que estaban, comenzaron a desparramarse en desbandada.
Como un río enloquecido.
Como un rayo de luz.
Como una señal en la niebla.
Escribir es como contarle algo a alguien que aún no está.
Que no sabes quién es, ni en qué cruce del futuro leerá unas líneas escritas en este presente que para entonces será parte del pasado.
Y dejar atrás todo lo que nunca se llega a escribir, todas esas ideas que sin aviso pasan a habitarte durante un suspiro tan fugaz que no llega ni a instante, mientras caminas, mientras avanzas por la carretera, al despertar o en ese letargo que precede al sueño y en el que permaneces en la frontera exacta entre un ser despierto que asimila que se está durmiendo y un ser dormido que antes de serlo del todo piensa que ya lo es. En el que vuelves a engañarte con la idea de que ese principio de novela, ese verso que abre la boca de otros versos no necesita que corras en busca de papel porque mañana va a seguir ahí.
Pero las palabras, siempre traviesas, juegan a esconderse, cuando saben que las buscas, y a invitarse cuando no las llamas.
Escribir es abrir las puertas del infinito al silencio con más vocabulario.
Concatenar ficciones y vivencias con forma de palabras mudas para las que el verbo leer es la metáfora de escuchar si esas palabras tomaran voz.

 Me enervan los flecos por cortar, las puertas entreabiertas, los umbrales en que no estás ni del todo dentro ni del todo fuera, a medias en algo y sin los dos pies del todo aquí o del todo allá.

Me abruma sentir la totalidad de lo incompleto, los matices indecisos entre un color y otro, las palabras insuficientes y los silencios excesivos, lo que parece y no termina de ser, lo que es y no termina de estar.

Me dejan más frío los abrazos que no abrasan, las llamas sin luz, el conformismo que disfraza la ilusión de la felicidad, los puentes que tiemblan y no terminan o de quedarse firmes, para pasar, o de derrumbarse, para saltar.

Me dejan mudo, los oídos ciegos, los ojos que quitan la mirada para no escuchar, las preguntas que no esperan respuesta sino que quieren confirmar las ideas que traen.

Me resisto a que cierren el paso las heridas abiertas, a que el ruido se coma la música, a que las brújulas se obstinen en un norte y dejen de mirar, como sale el sol.

 Los recuerdos son espejos  de las cosas  como eran