viernes, octubre 7
jueves, octubre 6
Cuando algo es, en efecto, ese algo, decimos que no puede ser lo contrario.
Redundancia obvia.
Hasta ahí todo bien.
La verdad, sin embargo, presenta una doble ilusión. O digamos que dos (o más) vertientes igual de ciertas: puede estar presente aunque seas incapaz de verla y puede no ser cierta aunque no veas otra cosa.
Todo depende de tus ojos o de los míos, de tus adentros o de los míos, de lo que tú necesitas ver y lo que yo quiera obviar o viceversa, de tus nubes transitorias o mis euforias intransigentes.
Si me quieres junto al mar querré bañarme.
Si me dejas junto al mar, mirarlo me pondrá triste.
El mar es el mismo, la verdad la llevas tú.
O yo.
O ninguno.
O ambos.
La misma tormenta no es la misma para un paisajista que para un supersticioso, el mismo sol que tan bien sienta a tus ojos deja mi piel hinchada.
Incluso el tiempo, cuyo ritmo no cambia, parece dilatarse o diluirse según tus prisas o mi espera, según el ansia por que algo se vaya o el sin vivir esperando algo que llegue.
La verdad puede ser alguien pero con esas pegatinas sin las que ya no sabemos mirarlo, o con esa admiración ciega que nos vuelve sordos.
La verdad puede ser alguien a pesar de lo que digan.
La verdad puede ser otro a pesar de lo que dicen las palabras con las que vende lo que no es.
Un hombre recoge sus frutos en el mismo camino en que otro al tropezar comprueba lo dura que es la tierra, abriéndose las manos, la cabeza y el alma.
Ambos dicen la verdad.
La verdad es que el camino alberga sorpresas.
La verdad es que el camino deja heridas.
La verdad es que a la larga es el camino el que deja huellas sobre uno.
Y es quizá la forma y trazo de esas huellas lo que cada uno, sin saberlo del todo elige, para dibujar la verdad.
Y a veces la vida es eso: un ruido que no entiendes y al que intentas cazar el ritmo.
Un eco cuya voz persigues y no siempre percibes.
Una señal que solo después sabrás si era una señal.
Y a veces la vida es eso: saber esperar a pesar de ir comprendiendo mejor que a cada segundo pisamos más rápido el tiempo; querer despegar cuando los consejos en la espalda y el peso de los pies sobre la tierra te sujetan las alas.
Y a veces la vida es eso: percatarse de pronto.
Y a veces la vida es eso: no encontrar explicación.
Y ahora vengo a descubrir que a veces los oídos son más precisos que los ojos para ver al otro, que una mano en el hombro, a tiempo, adormece el vaivén desordenado de palabras no dichas que componen el puzzle de los silencios, que tropezar puede ser la forma que siempre buscaste para aprender a andar sin tropiezos, que caer de cara sobre el fango puede darte una mirada nueva con que ver el cielo abierto después de haber llovido tanto adentro.
Alguna que otra mañana parece que tus ánimos se quedan durmiendo mientras tú ya has comenzando a andar, conociendo hacia dónde, ignorando por qué.
Alguna mañana, no sabes si por prisa, sales al mundo aún con la noche en tu interior, con demasiada pereza como para correr y mucho sueño como para vivir, con demasiada extrañeza como para preguntarte y demasiado silencio como para buscar respuestas, con esa sensación de ser un bocado para el mundo. Vas a gritar y tu garganta se ha vuelto muda, quieres huir y tus cadenas son fósiles de tus alas.
Pero cuando deja de obsesionarte el horizonte es cuando te das cuenta que en realidad ya has llegado y lo único que ha ocurrido es que has dejado dormir tu paciencia.
Alguna mañana, no sabes si por prisa, sales al mundo aún con la noche en tu interior, con demasiada pereza como para correr y mucho sueño como para vivir, con demasiada extrañeza como para preguntarte y demasiado silencio como para buscar respuestas, con esa sensación de ser un bocado para el mundo. Vas a gritar y tu garganta se ha vuelto muda, quieres huir y tus cadenas son fósiles de tus alas.
Pero cuando deja de obsesionarte el horizonte es cuando te das cuenta que en realidad ya has llegado y lo único que ha ocurrido es que has dejado dormir tu paciencia.
Hay días como hoy
en que me gustaría ser tus ojos
para verme cómo tú me miras,
a ver si soy capaz de sonreír como ellos
al ver el resultado que tú contemplas
de estos mis adentros.
Hay días como ayer,
en que me gustaría que mi piel
fuese transparente
y pudieses contemplar en mis abismos
ese paisaje de nubes que tú dispersas,
ese vaivén de sueños que arrullas.
Hay días como un probable mañana en que yo me imagino
siendo el destino del viaje
de tus manos hacia un lugar
en busca de calor,
la orilla donde tu cuerpo
encuentra su remanso.
No sé quién pinta los cuadros en el lienzo de la memoria; pero sea quien fuere, lo que pinta son cuadros. Con lo cual quiero decir que lo que allí deja con su pincel no es una copia fiel de todo cuanto ocurre. Él coloca y quita según sus preferencias. ¡Cuántas cosas grandes hace pequeñas y cuántas pequeñas hace grandes! No tiene resquemor alguno en poner en el fondo aquello que estuvo en primer término, ni en traer al frente lo que estuvo detrás. En una palabra, está pintando cuadros y no escribiendo palabras.
Así, pues, mientras que en el exterior de la Vida pasa la serie de acontecimientos, dentro se está pintando un juego de cuadros. Los dos sucesos se corresponden, pero no son uno.
No tenemos tiempo libre bastante para ver a conciencia este estudio que tenemos dentro. Partes de él atraen nuestra mirada de vez en cuando pero su mayor parte está oculta en la oscuridad. ¿Por qué estará pintando siempre el atareado pintor? ¿A qué galería están destinados sus cuadros? ¿Quién podrá decirlo?
El camino por el que viajamos, el albergue de paso en que nos detenemos, no son cuadros mientras aún viajamos, por demasiado necesarios y evidentes. Sin embargo, antes de retirarnos a la casa en que hemos de descansar en la velada, miramos atrás: a las ciudades, los campos, los ríos y los montes por los que hemos pasado en la mañana de la Vida, y entonces, a la luz del día que pasa, se nos aparecen como cuadros de verdad. Así, pues, cuando llegó mi ocasión, miré atrás y me arrobé.
¿Despertó en mí ese interés solamente por un natural cariño hacia mi propio pasado? Algún sentimiento personal, es claro, debe de haber habido, pero los cuadros tenían también un valor artístico propio e independiente. No hay acontecimiento en mis recuerdos, digno de ser conservado toda la vida. Pero la calidad de un asunto no es la única justificación para un registro. Lo que verdaderamente se ha sentido, si sólo puede hacerse sensible a otros, siempre es de importancia para nuestros semejantes. Si los cuadros que han tomado forma en el recuerdo pueden ser sacados a luz en palabras, merecen un lugar en la literatura.
Como materia literaria ofrezco, pues, mis cuadros de recuerdos. El conceptuarlos como un intento de autobiografía sería una equivocación. Vistos de tal manera, estos recuerdos parecerían inútiles a la par que incompletos.
Rabindranath Tagore. Calcuta, 1861-1941.
Cuánto de lo invisible es no obstante demostrable.
Veo las cosas movidas por el viento, pero no puedo ver al viento moviendo las cosas. Ese viento que es la entrada en furia del mismo aire que respiras sin notarlo y cuya ausencia tanto notas cuando te falta.
No notas pasar el tiempo que en tu espejo descubres que voló y cuyas pruebas ponen en duda tus ojos que siguen siendo los mismos que hace tanto..
Lo que tú eres no se ve y tienes, para bosquejarlo, sonrisas, muecas, pinceles, gestos, palabras y música, y dentro de tu piel son más profundas las huellas de pasos más lentos.
Sobre todo pasas tú. El tiempo ya estaba antes que tú y cuando no estés sigue.
Inaudible el silencio cuya presencia prueban tus oidos.
Invisible la memoria cuya herencia son los recuerdos.
Inapreciables las heridas metafóricas cuyo escozor se siente de verdad, sin diccionario que las convierta en verso o autobiografía.
Demostrable que naciste aunque no lo recuerdes, cierto que al irte no podrás contarlo.
Paradójico.
Lo fácil que resulta ver el ombligo del otro cuando está de espaldas, como si en la lengua tuviésemos ojos que atraviesan la piel y el alma, que escudriñan las causas de los efectos, despejando las dudas de los porqués con la mirada fija en los cómos.
Lo costoso que se nos hace girar el cuello para mirar el nuestro propio, curarnos de esa ceguera imparcial que desecha la autocrítica, y que nos impide admitir los errores porque, en nuestro caso, siempre tuvieron una etiología que los poblaba de eufemismos, fieles a una justicia con la que versionamos lo de fuera para que siempre se adapte a lo que hacemos.
Nadamos en el olvido de nuestros tropiezos para naufragar en orillas de los quehaceres del otro, sus problemas son merecidos, por hacer o dejar de hacer, por ser así y si no precisamente por no serlo, porque lo que tiene que pasar pasa y en nuestro caso por qué nos paso.
Profecías autocumplidas, etiquetas que amoldan lo que vemos a lo que pensamos y no al revés, arrastrando nuestras ideas preconcebidas que nos encadenan a la convicción de que somos objetivos en los juicios, de los que tantas veces decimos que son solo una opinión.
Recelo de identificar en los otros lo que aplicado a nosotros disfrazamos, vendiendo a un precio irrisorio réplicas de la empatía..
Hoy quiero romper todos los espejos cóncavos con besos en que mi cara no parezca yo, librarme de cualquier motivo para buscar motivos, quitarle el eco de mi voz a palabras que no son mías, volver poco frecuentes los lugares comunes, el miedo al miedo de tener miedo, mirar fotos de ayer para no olvidar cuánto de mí cabe en el equipaje del viaje hacia mañana, llevarme al niño, llevarme a mí, preparar la bienvenida para el anciano que algún día llegará para preguntarme cómo tracé su camino. Hoy voy a dormir conmigo aunque estés a mi lado, hoy voy a dormir conmigo, aunque no estés.
Hacer un inventario de cosas que olvidar, un cofre de experiencias, dejando hueco para tesoros por llegar, un témpano para congelar el aprendizaje de un futuro pasado, y si me quedan manos, espejos reticentes a ser empañados, un pincel para matizar las cicatrices, y un lápiz para llegar lo más cerca posible de la frontera donde acaban los renglones y comienza lo inefable.
El miedo al frío se combate desnudándose, el miedo al error se combate tropezando, el miedo a saber se diluye escuchándote, y a veces, lo que escuches será todo lo que tengas que saber.
La cosa está en saber si es la voz de la cabeza o la del corazón pues de tanto tiempo debatiéndose hablan con un timbre casi idéntico, y tú, al final, eres la conclusión transitoria de esa perpetua discusión.
Hacer un inventario de cosas que olvidar, un cofre de experiencias, dejando hueco para tesoros por llegar, un témpano para congelar el aprendizaje de un futuro pasado, y si me quedan manos, espejos reticentes a ser empañados, un pincel para matizar las cicatrices, y un lápiz para llegar lo más cerca posible de la frontera donde acaban los renglones y comienza lo inefable.
El miedo al frío se combate desnudándose, el miedo al error se combate tropezando, el miedo a saber se diluye escuchándote, y a veces, lo que escuches será todo lo que tengas que saber.
La cosa está en saber si es la voz de la cabeza o la del corazón pues de tanto tiempo debatiéndose hablan con un timbre casi idéntico, y tú, al final, eres la conclusión transitoria de esa perpetua discusión.
Estoy a punto de nacer.
Reconozco la luz aunque la vea por primera vez. Vine de la nada y llevo nueve meses durmiendo aquí dentro. Silencio, latidos, líquido y oscuridad.
Unas manos se acercan, se abre la puerta. Las voces suenan distinto que la música que a veces, a menos de un metro de piel de distancia, me llegaba desde afuera.
La misma mano que me dio la bienvenida, me da una bofetada para comprobar, si según lo previsto, antes de haber aprendido a vivir ya aprendí a llorar, y así saber, que todos mis sentidos han llegado conmigo.
Rostros que estarán y rostros que olvidaré, hay regazos y caras que eperaban mi llegada.
Ya estoy tranquilo. Empiezo a asimilar que estoy vivo pero no tengo palabras para saberlo.
Mis ojos se abren poco a poco, para ir disfrutando la luz a dosis pequeñas.
Ya sé parpadear.
Y en un parpadeo que a mí me parece más corto que el tiempo de un suspiro, más rápido que la luz, resulta que entre cerrar y abrir los ojos, han pasado 36 años.
Que en lugar de un parpadeo fue dormir, porque en el tiempo que tardé en parpadear, he conocido a gente que es digna de los sueños.
Por eso soy el primero en felicitarme.
Y no brindar con la copa medio vacía diciendo que si no tuviésemos fechas celebraríamos cada vez menos cosas.
Y brindar con la copa llena, diciendo que lo que más aprendes del mundo no está en los libros, sino en la gente, que en cierto modo, después de nacer, vienes entrenado para reconocer el sonido de puertas que se abren y diferenciar voces que hacen ruido de voces que hacen música, que el camino se trazará mejor si te acompañas de buenas manos, y que los mejores maestros tampoco están en los libros, sino en la gente que tanto te enseña sin saber cuánto te está enseñando.
...y nos dispersamos.
Siguiendo el tren de vida que hace que la vida se nos vaya en tren.
A ver si nos vemos.
Un día quedamos.
Y sabemos lo que es perdernos cuando volvemos a encontrarnos y nos decimos sin palabras, con una confirmación ansiada por los ojos, cuánto has cambiado pero sigues siendo tú.
Alguna cana, progenie o su ausencia, el pasado que nos ha crecido, distintas rutinas creadas para despistar a la sensación de rutina.
Y es que lo sabemos, pero como esas cosas que de tanto saberlas dejamos de pensarlas detenidamente, lo mejor del camino (de lo peor no vamos a hablar ahora) es la gente, los compañeros de huella.
Pero es que el camino se ensancha, trazado a veces según la forma de los moldes.
Y es fácil perderse, ir dejando que lo realmente importante se pueda postergar por lo obligatorio, y quizás pensar con esto que deberíamos tomarnos como obligatorio, lo realmente importante.
Grabarnos a fuego una ley que prohíba los intervalos demasiado largos con que distanciar los reencuentros.
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