Suspendido en la nada
deambulo desprendido de mi cuerpo, escuchando en mis adentros el eco de una voz
que quizá sea mi alma.
Hace diez horas que he
muerto. Reconozco la cara que tuve en esa máscara de ojos cerrados despojada de
prosodia, en esa inerte presencia que prueba mi definitiva ausencia.
Ojos que evitaban
responder a mis ojos, pasos que esquivaban mis pasos, vienen con sus bocas que
apenas me decían hola a brindarme su
último adiós. Algunos se suman al sollozo como plañideras que lloran esperando
alguna muerte que dé por unas horas sentido a sus vidas.
He olvidado los
nombres: de las caras y de las cosas. En compensación por ir perdiendo
lentamente mi memoria, al tiempo que se va diluyendo mi pensamiento, me queda
una síntesis emocional de quién es cada cual, de qué me hizo sentir tal o cual
cosa concreta en un preciso instante. No hay lenguaje en vida, ni lo hay tampoco
ahora, para esta sensación -si así puedo llamarla pues carezco ya de sentidos –
de no recordar el nombre de una canción pero apreciar en un destello de
imágenes mudas, a qué lugar me recuerda, poder diferenciarla de otra cuyo
nombre también he olvidado.
Y los rostros… Los
rostros ya no importan, ahora puedo ver las almas. No importa el nombre al que
respondían, solo el que hayan respondido a la necesidad, secreta o declarada,
de compartir confidencias, de cubrir ciertas carencias, de alimentar ciertos
impulsos, de amor, de amistad, de aventura, de rabia, de cordura, de
experiencia vital, de poblar el álbum de fotos que esa parte de la memoria que
se nutre del corazón, cierra y encierra en un cajón que no se abrirá nunca más.
He olvidado incluso el
nombre de ella, que tanto me quiso. Hasta el día en que comenzó a dejar de
quererme.
Sus anhelos y mis
desmanes, sus vaivenes y mis caricias, su pelo enredado y mi mano ávida de
juego, sus ganas y mis ganas, de querer, de desquerer, de arrebatarnos los
suspiros, de olvidarnos a la vez del mundo y hacer de las sábanas océanos donde
naufragaban nuestros cuerpos rendidos, exhaustos de tocar el horizonte y poder
regresar, y volver a huir, como estrellas desorbitadas, felices otra vez, y otra vez con cierto
desencanto de que el tiempo volviese a importar, aunque fuera poco, lo
suficiente para asimilar que corría, que volaba, tan fugaz como si no hubiese
estado nunca.
Su reloj decía tic y en mí adentro sonaba un
tac. Dos relojes separados con un mecanismo en común, sincronizados, incluso,
para asimilar en el mismo instante que el amor es tan mentira al irse como
verdad al llegar. Un día nos miramos a
los ojos y comprendimos que nuestras miradas nos resultaban extrañas.
Hubo muchas cosas, después de ella y después
de mí, otras compensaciones de vacíos y consuelos de carencias, hubo otros
besos de otros cuerpos compartiendo nuestras respectivas sábanas, de nuestras
respectivas camas, de allá donde estuviésemos. Pero después de mí, después de
ella, no hubo nunca nada igual, no encontramos nunca otro reloj tan acompasado
a los latidos del otro, otra certeza tan precisa del qué y en qué momento necesitábamos
nuestra recíproca compañía o refugiarnos en la isla de nuestras propias
soledades. Por eso sé que va a extrañarme como nadie. Mientras estuve, o
mientras ella estuviese, tendríamos la prueba de que vivimos algo. Ahora que ya
no podrá verme, ahora que no la veré más, es como si en parte se diluyera lo
que vivimos, como si muriera conmigo, como si a pesar del recuerdo en donde
guardarme, necesitara que fuera posible verme para cerciorarse de que el pasado
es real.
No
por quieto el río deja el agua de correr. Escuché esa
frase por primera vez, y creo que por última, de boca de un hombre callado y
sabio. El mismo del que aprendí que a veces aquellos que más saben no son necesariamente
los que más dicen, que los más sensatos cuentan por verdades las veces en que
hablan, que en ocasiones se limitan a escuchar, y que los ignorantes son tantas
veces los que más alzan la voz, quizás por cierto pavor inconsciente al
silencio que produce el vacío de ideas propias que les puebla.
Nunca me dijo una frase
tan larga, aprendí esta y tantas cosas, viéndolo actuar. Nunca dijo si ocurre estaré. Cuando ocurría ya
estaba.
Es aquel de allí reclinado sobre la baranda
del mirador, con cara de no estar en ninguna parte, sin aparente congoja. Sé
que por dentro lleva una procesión cuyos tambores ahora solo escucha él. Acarrea
una pena que no asoma, pero que pesa. Abajo, las farolas se apagan como
parpados que la ciudad va cerrando para pestañear y reabrir sus ojos a la luz
del alba.
Guarda su duelo sin
alzar la voz, sin resaltar lo que vivió conmigo, en contraste con todos
aquellos que nunca estuvieron, y que para compensar su constante ausencia en
los momentos precisos, hablan sin escucharse de cuánto me querían, como si el
pasado que compartimos fuera suficiente para sentirlos presentes.
A estas alturas de mi
muerte, he terminado de comprender que la gran mayoría de la gente, al mentir,
no sabe que miente, que al hablar lo hace convencida de que lo que dice es, que
no adapta su mirada al mundo, sino el mundo a su parecer, y que cuando este
contradice su conclusión, no es capaz de apreciar errores en las teorías que se
amoldan a su propio ombligo, sino excepciones a sus reglas infalibles.
En su memoria
ornamentada guardan recuerdo de haber estado conmigo en todos esos años en que
a muchos ni los vi. El recuerdo se reinventa para justificarles.
Seguirán diciendo
cuanto me querían, en qué medida van a extrañarme, cuando en vida se les hizo
tan normal no tenerme cerca, no saber de mí, no molestarse en comprobar, si
después de tanto tiempo había cambiado o seguía coincidiendo con la pegatina
que hicieron de mi, con la etiqueta que le endosan a todo, para así no tener
que ejercer el titánico esfuerzo de contradecirse cada vez que se encuentran de
nuevo con algo o con alguien.
Se inclinan sobre mi
cuerpo, sobre la inerte prueba de que un día estuve, de que fui alguien o
cualquiera, disparan frases diversas cuyo resumen podría ser una sola: vivimos tanto juntos…
Es como si pugnaran por
demostrar que a cada uno le unía mucho más a mí que al de al lado, y aquellos
realmente más unidos a mí enmudecen, porque no por hablar demuestras más, ni
por callar reflejas menos.
No
por quieto el río, deja el agua de correr.
Ese que llega es mi
hijo, mi único hijo. Elegante hasta en el dolor, afable hasta en la fatiga. Se
para ante todo el que se encuentra, evoca la misma respuesta exacta ante frases
que, por los gestos, deben ser similares. Ahora entra su mujer, deshecha por
fuera e inmensamente triste, lo sé, por dentro. Congeniamos bien. Siempre que
venían a verme me lanzaba a contar anécdotas sobre él, y ella, aliada conmigo,
se reía.
Le cogí afecto, llegó a ser la hija que no
tuve.
Mi hijo y yo nos entendíamos sin hablar, lo
cual resultó no pocas veces un problema, pues por no hablar, dábamos por hecho
que nos entendíamos, y en eso nos dejamos de decir tantas cosas.
No obstante, hay
certezas que superan el lenguaje, y sé que a día de hoy ella no le hace feliz.
Adivino en él lo mismo que sentimos su madre y yo, pero ni ella es como mi mujer,
ni él, por mucho que nos parezcamos, es yo.
Frente al espejo,
durante tantas mañanas de mi ya extinta vida, pude diferenciar en mi rostro las
expresiones de un día feliz de los estragos de alguno que no lo fue tanto, o de
la apatía que reflejaba aquellos días que no lo fueron en absoluto. Y
últimamente he percibido en él esa expresión, que se vuelve diaria, como una
sombra, entre hastío y sorpresa que uno muestra a medida que va alzando,
lentamente, el velo del conformismo de la cara de la felicidad.
Lágrimas de pena
sincera se mezclan con llantos que aprovechan para emanar agolpando en esta
mañana fría, como es cualquier mañana para el que muere.
Se va diluyendo
lentamente esta voz como se mueve aquello que ha perdido el lastre de la prisa.
No se me hace extraño morir. No es que estuviera preparado, pero sabía que
ocurriría. Ahora ya sé el cómo.
Sobre mi cadáver se
agolpan almas, porque los cuerpos son de otro mundo distinto al que ahora
estoy. Solo puedo ver los ojos de aquellos que hacen que se revuelva algo en mi
conciencia, una amistad sincera, algún rencor o palabra pendiente, algo en
definitiva. Los demás son como almas difusas, hologramas sobre un fondo etéreo,
sombras cuyo paso intuyo por una ligera brisa al pasar. Entre esas almas, hay
nostalgias sinceras, recuerdos hermosos, olvidos irreversibles. Algunos lloran,
otros apenas, algunos en absoluto.
Por lo demás, lo único
extraño es ese rostro acongojado, de ojos verdes y limpios. Ese tipo de ojos
que uno mira una vez y no olvida nunca. Pero no reconozco en él
ningún recuerdo en común. Intento escudriñar cada rincón de mi memoria. Desde
el principio, desde la escuela.
No consigo hallar un
vínculo, he olvidado los nombres. ¿Por qué debe recordarme ese rostro a alguien?
No sé si el tiempo pasa,
porque ya no hay noción, pero cuando llego, tras repasar mi vida desde la
infancia, a mi último día, me doy cuenta de que muchos ya se han ido, que
quedan unos pocos. Entre ellos el alma que lleva esa cara, esos ojos que por
algún motivo no puedo olvidar, y que presiento que serán lo último que olvide
antes de callarse del todo esta voz.
Hay un momento de mi
vida en el que no he pensado, y es precisamente el último. Ahora puedo
reconocer en esos ojos, en esa expresión entre indiferente y asustadiza, el rostro
del hombre que me mató.
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