Ya no hay amor entre ella y él, tan sólo una rutina
compartida, el recelo de romper, más complejo que la corazonada irracional
de comenzar, el exilio de Eros a la perpetua prisión del olvido de
estremecerse de los
sentimientos. Besos, abrazos maquinales, sexo, el largo etcétera
de pasión tornada reloj…. como el agua:
sin sabor, sin aroma. Sin fuego.
Julieta anhela bajar por fin del balcón para caminar por el
ancho mundo y Romeo desviar su mirada del cielo, para seguir buscando
estrellas por la tierra a la que descendió la figura que le tapaba el
cielo desde la baranda.
Ya las pupilas no parecen ser presas de un leve temblor
iridiscente, se quebró el hilo que tejía nudos en la
garganta. Aparecen otros cuerpos cuyo deseo les atrae como un
imán de piel y alma, pero callan, y saben pero llevan a cabo, el
inconsciente juego de ignorar que la palabra resultado de ponerle a
Roma un espejo delante no puede volver tras marcharse, otra vez
vestida con el mismo cuerpo, que son dos eslabones unidos por la
cadena de la ritual y cotidiana conjunción de los cuerpos, de un
placer que empieza y termina pero ya no continúa después, como antes.
La cara de ella es una poesía que germina súbitamente del
silencio que puebla su cara cuando está con él. El creía que
conquistarla era flor de un día, y que luego no debía hacer más,
ignora que hay que conquistarla otra vez cada día, que lo más difícil no es
llegar, sino permanecer.
Y así, en el silencio que comparten, se ahoga el eco de la
palabra fin.
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