jueves, octubre 6
Estoy a punto de nacer.
Reconozco la luz aunque la vea por primera vez. Vine de la nada y llevo nueve meses durmiendo aquí dentro. Silencio, latidos, líquido y oscuridad.
Unas manos se acercan, se abre la puerta. Las voces suenan distinto que la música que a veces, a menos de un metro de piel de distancia, me llegaba desde afuera.
La misma mano que me dio la bienvenida, me da una bofetada para comprobar, si según lo previsto, antes de haber aprendido a vivir ya aprendí a llorar, y así saber, que todos mis sentidos han llegado conmigo.
Rostros que estarán y rostros que olvidaré, hay regazos y caras que eperaban mi llegada.
Ya estoy tranquilo. Empiezo a asimilar que estoy vivo pero no tengo palabras para saberlo.
Mis ojos se abren poco a poco, para ir disfrutando la luz a dosis pequeñas.
Ya sé parpadear.
Y en un parpadeo que a mí me parece más corto que el tiempo de un suspiro, más rápido que la luz, resulta que entre cerrar y abrir los ojos, han pasado 36 años.
Que en lugar de un parpadeo fue dormir, porque en el tiempo que tardé en parpadear, he conocido a gente que es digna de los sueños.
Por eso soy el primero en felicitarme.
Y no brindar con la copa medio vacía diciendo que si no tuviésemos fechas celebraríamos cada vez menos cosas.
Y brindar con la copa llena, diciendo que lo que más aprendes del mundo no está en los libros, sino en la gente, que en cierto modo, después de nacer, vienes entrenado para reconocer el sonido de puertas que se abren y diferenciar voces que hacen ruido de voces que hacen música, que el camino se trazará mejor si te acompañas de buenas manos, y que los mejores maestros tampoco están en los libros, sino en la gente que tanto te enseña sin saber cuánto te está enseñando.
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