domingo, septiembre 3


No te conozco.
No me conoces.
Ahora soy solo letras, y tú unos ojos que leen, y dentro de esos ojos un mundo que puede no rozar siquiera la órbita del andar de ese mundo que también yo soy fuera de las letras. Quizás mañana, quizás nunca, nos crucemos en el azar de una calle cualquiera sin saber que somos nosotros: yo esas letras que no aparento; tú esos ojos que nunca he visto.
Aunque me leas ahora, siempre será inevitable que yo escribí antes. Pero eso no importa, porque aquí no hay tiempo. En este instante estamos unidos por las palabras, luego la vida sigue.
Da igual que vuelen segundos, que dancen las horas, que el tiempo inmenso se atenúe… cuando leas esto, estaremos hablando tú y yo. Estaremos hablando en silencio. Da igual que no nos reconozcamos mañana, que nunca sepamos quienes somos, que jamás nos crucemos.
Quizá sea mejor así. Sin tú saber si yo sería ese rostro inquieto que busca escaparates de cosas que no se compran, o ese hombre sentado en un banco esperando a la esperanza, puede que ese andar precipitado que siempre llega tarde a ninguna parte. O tal vez quien te ha pedido la hora hace unos minutos.
Quizá sea mejor así. Sin yo saber, si eres acaso ese cabello negro cuyo paraguas le ha robado el viento, o ese rostro aún por despertar que me mira
sin verme, o simplemente, nadie con quien me vaya a cruzar esta tarde de otoño.
Da igual mientras leas esto, no importa que sea después, mañana o entonces.
Da igual dónde esté yo, que no sepa que ahora me lees, da igual cuál
de todos esos mundos que se cruzan en el azar de una calle cualquiera.
No habremos eliminado el tiempo, pero lo habremos engañado, distraído
al menos un poco, porque siempre que leas esto, lo estarás leyendo
en este instante.

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 Los recuerdos son espejos  de las cosas  como eran