Tu cabeza es como tu casa: cuando la ordenas parece otra.
Basta abrir algunas ventanas para que el aire parezca distinto. Sucede que en invierno, lo que se cuela es el frío.
Te encaprichas con trastos que guardas como con recuerdos que te despojan de sitio para otras cosas. Cuanto más tiempo pasa, más gruesa es la corteza de polvo que las cubre, y más tardas en limpiarlas.
En tu cabeza, como en tu casa, entra quien tú dejas entrar, pero a veces, por insistencia, como a uno de esos vendedores obstinados, terminas por abrir la puerta.
Les invitas a tomar algo y un rato se convierte en una época.
Hay aromas que se aferran a las paredes y que solo se desprenden con aromas más fuertes. Hay sonidos que, como fantasmas, reverberan hasta que cambias la música que te pones para recoger, para leer, para dormir, para después de despertarte, conseguir además levantarte.
Tu hogar no es un sitio, sino un estado que llevas dentro, como tu cabeza que llevas siempre, y que no cambia porque la cambies de lugar.
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