Amar, temer, vivir... A pesar de habernos inculcado estos
verbos como el ejemplo de los verbos regulares, lo cual se cumple como mera
conjugación sobre la insensibilidad inerte del papel, son los verbos que más
denotan acciones irregulares, impulsivas, sin el sosiego de un ritmo estable.
Crecimos con la idea de que los verbos implicaban acciones,
y también eso fue un engaño al que con el tiempo se le ha ido derritiendo el
disfraz.
Se puede sentir amor sin hacerlo, acaso hacer el amor
sin sentirlo; el resultado del temor es muchas veces postrarse en la inacción.
¿Qué decir de vivir? El verbo que encierra lo más crudo y lo
más apasionante, una suerte de aleación entre azar y recompensas, tropiezos,
derivas, naufragios y gratitudes.
Nos enseñaron mal los verbos, a una edad en que ni
sospechábamos que las cosas pudieran no ser cómo nos las han enseñado siempre,
a una edad en que la realidad es lisa, sin aristas, ni matices.
Son verbos que necesitan del cuerpo, que se manifiestan en
el cuerpo, sin tener porque ser verbos que el cuerpo manifieste, teniendo en
cuenta que vivir no es sólo estar vivo, respirar, sino exprimir almíbar y
veneno, que amar es un verbo irracional que no significa actuar, sino motor de
ciertas acciones, que temer es un verbo indeseable y necesario, más sanguíneo
que corpóreo, más de entrañas que de lengua.
Que vivir es elegir… en el intervalo… entre dos
silencios que no eliges.
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