miércoles, diciembre 21
Atesoramos una enorme cantidad de materia alimento de la nada. Con el tiempo es el polvo sedentario su habitante más asiduo.
Objetos a los que les va sobrando más espacio a medida que se borran de la memoria.
Y no es más que la nostalgia de lo que vamos dejando de ser para confirmarnos cada cierto tiempo que seguimos siéndolo, como trucos que tenemos para recuperar todos esos recuerdos que no podemos cargar a la vez porque nos saturaríamos.
Abro aquel cajón y aparecen, sobre papel mate, fotografías de un ayer muy ayer; bajo esa vieja manta tuve mis primeros sueños; sobre esta mesa escribí algún día, sin saber que hoy escribiría sobre un día en que escribí, renglones olvidados cuya certeza es una mancha de tinta sobre la madera.
Cuadros, fotos, la entrada de un teatro que ya no existe, promesas cuya eternidad naufragó en un mar demasiado ancho como para unir dos orillas. Y es que a veces no hay distancia más vasta que el propio tiempo transcurrido.
Olores, el dardo más preciso de los recuerdos, canciones como mapa de una época, aquel libro al que guardas un afecto especial porque encerraba justo lo que en un momento dado necesitabas leer, y compruebas que tarde o temprano los fantasmas pueden vivir reconciliados con las alegrías.
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