Los recuerdos
son espejos
de las cosas
como eran
Escritos de Julio Gil-Roldán
Julio Gil - Roldán Rodríguez nace en San Cristóbal de la Laguna en 1980, en el seno de una familia de tradición literaria. Fue lector desde temprana edad y a los 15 años comenzó a escribir. Si bien El azar de una calle cualquiera es su primera publicación editorial, en 2000 escribió la novela El nacimiento del aire, la cual, a día de hoy, ha conseguido recuperar con objeto de corregirla.
Desde 2006 hasta 2015 colaboró como articulista en el periódico Laguna Mensual, desde cuyas páginas comenzó a <<compartir su desnudez>>.
Y también en dicha década podrían fecharse gran parte de los escritos que componen su primera obra publicada.
Escritor de cuentos, relatos cortos y poemas, comienza, con el presente libro, su andadura en la publicación editorial.
Fue durante dos años coordinador de la iniciativa Café con letras, proyecto actualmente congelado pero no desvanecido.
Imparte ocasionalmente clases particulares de Lengua y Literatura Castellana, y es autor del blog Horas de Tinta.
El azar de una calle cualquiera (2016) y Autogeografía (2021) son sus dos títulos publicados hasta la fecha.
Habrá más de mil momentos como este que no habrán existido nunca.
No habrá rastro en los papeles, en la memoria ni en el tiempo.
Porque no los recordaré.
Leeré esto que por entonces escribí sin saber cuándo ni qué me llevo a hacerlo.
Sin saber entonces qué pensamiento o incertidumbre, qué velada nostalgia, qué nombre, qué ecuaciones vitales habitan en este instante mi cabeza.
Supondré que fue una noche, porque deduzco que para entonces seguiré con la tendencia de escribir más a esta hora, cuando el ruido se calla, y eso ayuda a que lo que me distrae son más ecos del adentro que sonidos de afuera, donde ahora solo parece existir el telón opaco del cielo.
Algún nombre que viene y va o que no quiere irse, y que no sé si será como los momentos, que al olvidarse, al borrarse del dibujo de la propia historia pasará a no haber existido nunca; si será alguna desventura que para entonces espero haber solucionado, cuando un día lea esto y no recuerde haberlo escrito.
Verano del 23.
No sé si está fecha prenderá luces que alumbren el álbum de fotos mental de lo que es a día de hoy mi vida, aunque ya a estas alturas del cuento, me consta que esos pequeños recuerdos que de cuando en cuando nos visitan desde ningún lugar haciendo escala hacia ningún lugar, más que fechas lo que alumbran son huellas de los pasos de un viaje solo de ida por las épocas de nuestra vida.
Hoy el mundo es inmenso, la vida extraña, y hago funambulismo a tientas sobre el oxímoron de encontrarme perdido.
Es un día raro. Quizá haya miles hasta que un día de pronto lea esto.
Sin saber qué día fue.
Sin reconocerme del todo en mis propias palabras, pero con una sensación similar a cuando tienes el pálpito de conocer de antes caras que antes no has visto nunca.
Ignoramos la mayoría de cosas e instantes precisos que nos hacen ser quien y como somos, y quedan subrayados, como resumen, solo aquellos renglones de la historia de nuestra vida marcados a tinta y fuego, como señales de luz en la bruma del tiempo.
Así que intuyo, solo intuyo porque no tengo pruebas, que mil noches como esta forjaron esa tendencia en mí, a tener noches como esta.
Esta noche de la que no me acordaré cuando un día (probablemente una noche), hojeando y ojeando mis escritos, encuentre estas palabras y haya olvidado que un día escribí para recordarlas.
Y deduzca que como ahora, en otras probables noches parecidas, noches de insomnio nostálgico y palabras en los dedos, de versos atascados en poemas que no terminan de asomarse, estuve divagando, con la mirada perdida en la nada pensando un poco en todo.
De un tiempo a esta parte no me reconozco transitando por aquí.
Me quedo absorto, más de la cuenta, mirando hipnotizado las pantallas.
Pero lo hago como un acto reflejo, como un ritual cotidiano.
Así es el hábito: cuando lo reconoces ya es hábito.
A veces me inquieta pensar que esto está estudiado, que personas a las que nunca conoceré y para las que no soy más que una suerte de identidad binaria, buscaban conseguir precisamente este tipo de reacción: pasmo, morbo, compulsión, sedación, holograma del ego.
El problema no soy yo, ni eres tú, ni son los demás: el problema somos todos a la vez.
El minuto de gloria.
La fantasía no consciente de que el mundo entero se para a contemplar los fragmentos de la película de nuestra vida
Y al final esto resulta una analogía visual de ese murmullo ininteligible que resulta de muchas conversaciones cruzadas en una multitud. Se reconoce la voz humana o su compendio, pero no se procesa ni una sola palabra.
Pues eso es lo que sucede: es tanta información a la vez que llega un punto en que no retengo ni un detalle.
Porque miro sin ver. Porque oigo sin escuchar.
Porque cuando algo es tan insistente llega un punto en que deja cerradas las ventanas a la sorpresa.
La muerte de Tina Turner, unos pies en la playa, la comida de ayer, tu perro, tu gato, maestros de todo saliendo de la nada, mi perro, mi gato, mi niño, tu abuela, tu novio, tu novia, vintage, baby step, vida slow, selfie, coaching, “profesiones” acabadas en –er, anglicismos por doquier, procrastinación, yoga, autoayuda, mi perro y tu perro juntos, el mar, el cielo, la noche, la fiesta, gente bailando, esta historia, un paisaje, el rumor dibujando a calco la verdad, las caras poniendo caras (literal y figurado), el atardecer que no contemplamos del todo porque estamos ocupados en correr a decir que estamos frente al atardecer, parejas que interrumpen el no mirarse para tomar una instantánea mirándose, antes de volver a ignorarse de nuevo, disfraces que dejan al descubierto precisamente aquello que desean cubrir, mantras baratos, postverdad, gurús, páginas de arte, algo de cultura………….
Todo a la vez.
Y este párrafo no es más que la primera línea
A veces uno merodea, en equilibrio,
la frontera exacta entre las ganas de volar y las ganas de sentarse.
Alcanza en ocasiones ese punto frágil, volátil, endeble, en que una simple
canción es capaz de emocionarle.
Y ahí, los papeles que emborronas te enseñan que tienes muchas más palabras de
las que usas, y que hay mil formas de expresarse más allá del modo en que
normalmente te expresas en el mundo cotidiano, donde el tiempo es más rápido
que las manos, donde repartes en dosis exactas el amar la vida mucho y no
entenderla apenas.
Donde todo va tan aprisa que a veces parece, que los ojos solo tienen tiempo
para ver el rastro de luz presente de estrellas que ya fueron.
Y en ese punto exacto en que eres tan capaz de arrancarte a cantar como de
emocionarte en silencio, es donde el simple hecho de estar vivo, la simple
mirada en el espejo duda entre decir estoy aquí o preguntarlo.
Y es entonces cuando escribes sin pensar, como poseído porque parece que es la
necesidad de escribir la que te piensa.
De que algo sin nombre preciso late adentro y estos instantes quizá no sean más
que pausas en que te paras a escucharlos.
Entonces todo son preguntas, asombros y extrañezas abiertas, como rendijas por
las que se cuela una luz que apunta sobre aquello que nunca te paras a pensar.
En aquello que tienes y aprecias poco porque te has acostumbrado a tenerlo, a
que esté.
Quizá no hay peor veneno para el asombro que el hábito, ni peor ceguera para
las pequeñas cosas que, con el tiempo, dejar de verlas enormes.
La clave, dicen, está en los detalles, en los matices, y de tanto verlos
dejamos de verlos, perdiendo de vista, quizá el más importante, que es la
certeza de que tenemos que alimentar la gratitud.
A veces tiene uno la noción de estar situado en medio de la vida sin entender nada.
Como si lo hubieran dejado a la deriva en medio de un planeta extraño. Sin instrucciones ni mapa.
Mira alrededor y percibe en los de siempre no solo todos los gestos y palabras familiares que los hace ser gente cercana, viejos conocidos, sino precisamente aquello que los hace extraños, seres con corazas y profundidades de los que uno se da cuenta que sabe más bien poco.
Transita por las calles cotidianas como por un lugar extraño, ajeno al inventario de cosas en su sitio, y no son las calles ni lugares, sino la sensación de percibir que no habías visto cuanto de extraño tiene todo lo normal.
Extraño, sí, que todo camine como un reloj preciso dando vueltas en círculo y no haya una pausa, un atisbo al menos de alarma, de inquietud, de secreta insurrección, con el que uno encuentre otra forma, una opción disyuntiva, con que pasar por la existencia.
Nacer, crecer, pasar, morir.
Es algo que sabes todos los días pero que sólo recuerdas algunos como hoy: que no hay más que esta vida y te preguntas si es la que habías imaginado.
Y no se trata de tener lo que no tienes, ni amoldarse a las reglas no escritas de propia realización, porque hay quien tiene todo eso y también busca un sentido, una búsqueda no saciada de algo más.
No es el trabajo, no es el dinero, no es el amor, no es la saciedad de comodidades convertidas en necesidades con que tapar carencias.
Es como salirse de la rueda y verla girar desde fuera, pero con uno dentro.
Acabas de irte.
Me quedo solo. Pero no es la simple soledad de que no haya nadie más.
Digamos que me quedo más solo que solo. Como si la soledad (no sé si repetir una palabra más veces la hace más descriptiva) tuviera grados.
Me quedo con esa sensación de que escribir todo esto no habría sido necesario si lo que las palabras, torpe y vagamente, intentan ahora, al menos explicar un poco, hubiera salido, hubiera abierto de par en par el telón de mi piel, la niebla de mi voz.
La rapidez con que a veces deseo poder haber dicho antes lo que escribo después.
Tiendo a darme cuenta tarde de las cosas, quizá no demasiado, pero si lo suficiente, como para que hayan dejado de ser las cosas y sean solo su recuerdo, la conjetura de lo que pudo haber sido de no haber no podido ser.
Ahora que aún tu silueta es un dibujo nítido que se atenúa calle abajo, que el mundo, el Universo, el tiempo, se han reducido a la perspectiva de mi ventana, todavía es pronto para echarte de menos y tarde para decirte que vuelvas cuando ya pasó ese momento fugaz en que debí decirte no te vayas.
De un tiempo a esta parte no me reconozco transitando por aquí.
Me quedo absorto, más de la cuenta, mirando hipnotizado las pantallas.
Pero lo hago como un acto reflejo, como un ritual cotidiano.
Así es el hábito: cuando lo reconoces ya es hábito.
A veces me inquieta pensar que esto está estudiado, que personas a las que nunca conoceré y para las que no soy más que una suerte de identidad binaria, buscaban conseguir precisamente este tipo de reacción: pasmo, morbo, compulsión, sedación, holograma del ego.
El problema no soy yo, ni eres tú, ni son los demás: el problema somos todos a la vez.
El minuto de gloria.
La fantasía no consciente de que el mundo entero se para a contemplar los fragmentos de la película de nuestra vida.
Lo cierto es que quien nos ve, se olvida al segundo de nuestra historia, tan pronto como aparece la siguiente.
Y al final esto resulta una analogía visual de ese murmullo ininteligible que resulta de muchas conversaciones cruzadas en una multitud. Se reconoce la voz humana o su compendio, pero no se procesa ni una sola palabra.
Pues eso es lo que sucede: es tanta información a la vez que llega un punto en que no retengo ni un detalle.
Porque miro sin ver. Porque oigo sin escuchar.
Porque cuando algo es tan insistente llega un punto en que deja cerradas las ventanas a la sorpresa.
La muerte de Tina Turner, ahora cantante favorita de todo el mundo, unos pies en la playa, la comida de ayer, tu perro, tu gato, maestros de todo saliendo de la nada, mi perro, mi gato, mi niño, tu abuela, tu novio, tu novia, vintage, baby step, vida slow, selfie, coaching, “profesiones” acabadas en –er, anglicismos por doquier, procrastinación, yoga, autoayuda, mi perro y tu perro juntos, el mar, el cielo, la noche, la fiesta, gente bailando, esta historia, un paisaje, el rumor dibujando a calco la verdad, las caras poniendo caras (literal y figurado), insistencia en lo que tienes que por reiteración deja al descubierto precisamente lo contrario, el atardecer que no contemplamos del todo porque estamos ocupados en correr a decir que estamos frente al atardecer.
Entretanto algo de cultura, algo que rescatar, algún talento oculto que antes de la inmediatez no tenía los medios para mostrarse, para cruzar las fronteras, pero para lo rescatable hay que pagar el precio de todo lo anterior.
El problema no es la calidad, que por supuesto es subjetiva, sino la cantidad, que de hecho es apabullante.
Profetas de lo banal con el ego reforzado por el halago fácil, gente sin oído haciendo música, gente sin lectura como maestra de la cultura.
Conclusión sencilla: si no hubiera quien consume humo, no habría quien vende humo.
Y en esto nos hemos convertido en una tribu en la que es más normal no prestarle atención a quien tienes al lado que no tener un perfil, un alter ego, un personaje que maquilla a la persona con las ficciones de como quiere ser vista, disparando frases y teorías como método, moralejas simplonas extraídas de manuales de autoayuda barata
Ni está bien siempre lo que todos hacen, ni está bien siempre hacer precisamente lo contrario solo por subversión, sin convicción.
Pero a veces me planteo si hay alguna razón más para tener esto que la de que todo el mundo lo tiene, como si fuera una obligación, un anhelo de no salirse de la norma, de seguir la corriente.
Hay dos maneras de dejarse llevar: una es queriendo, la otra es asumiendo que a veces tienes que hacerlo.
No me planteo crítica que no empiece por la autocrítica.
En mi caso me abruma la cantidad de tiempo perdido, la de cosas que miro sin querer mirarlas, sedado, absorto, sin pestañear, sin procesar.
Es una manera de llegar a cosas increíbles, a gente que hace cosas sorprendentes, pero para acceder a esto hay que pasar por todo lo demás.
La constante sensación de que si no lo compartimos todo, nada nos llena.
La de que quiero que sepas que estoy frente al paisaje mucho antes de pensar, primero, en disfrutarlo, en soltarlo, en desconectar como concepto real y no como un enunciado a pie de foto.
Ayer escribí una carta.
Una de las de antes.
A mano.
Dejando sobre el papel las siluetas de mi caligrafía trémula.
Ayer escribí una carta.
Le puse dirección de todas partes y ninguna.
Omití el remite, porque la carta dejaría de ser mía aunque la escribiese yo, en el momento en que la dejara libre para surcar los cielos, para cruzar los mares.
No fue una carta de amor ni de despedida, ni de contar nada nuevo a viejos conocidos.
Era una carta un poco sobre nada pero en el fondo un resumen de todo.
Sobre el simple hecho de estar y también la sensación a veces de no sentirse estar.
Añoraba aquella huella en que quedaba algo de ti en la forma de tu escribir, en los borrones que despertaban la disyuntiva abierta de qué palabra borraste, qué letra era ilegible para que decidieras recomenzar las palabras de nuevo.
Ayer escribí una carta.
Quizá por cierta morriña de cómo era todo antes de la inmediatez.
Por esa intriga entre dulce y nerviosa de cuándo llegaría, esa espera a leer después los ahora que fueron los momentos en que saber de alguien se hacía esperar.
No acompañé sello de lugar alguno.
Palabras sin nombre ni destino en un sobre sin dueño.
Un viaje solo de ida hacia nadie en concreto ni un lugar definido, sin vuelta porque no tendría a las manos de quien regresar.
Un poco como la vida: un papel que empieza en blanco dentro de un sobre sin destino.
Echaba de menos la tinta, las marcas de los dedos, el contar algo con pausa, en ese tiempo que parece la prehistoria de esta prisa por correr a contarnos nada.
El cartero no tendrá en manos de quien dejarla estando huérfana de nombre, ni me será devuelta porque una vez la dejé en el buzón dejo de ser mía.
Extrañaba también, ahora que lo pienso ese sonido leve y tímido que hacían las cartas al caer al fondo, que me enseñó que no solo las voces, sino también los ruidos, a veces susurran.
No llegará quizá a ninguna parte. No sé si acabará en añicos, trizas o cenizas, si se echará a volar como el émulo en el aire del mensaje en una botella echada al mar, y llegará a la orilla de alguna puerta.
Solo sé que escribí una carta y solo sé que no sé de todo el porqué.
Solo sé que miento.
Ayer no escribí ninguna carta pero echaba de menos hacerlo.
Esa forma de expresarse las palabras que no suelen asomarse a la boca.
Leer en forma presente palabras de días atrás, sin el sonido de la voz, donde todo lo que se escuchaba venía desde nosotros mismos. Y no era otra cosa que el ruido que hacía el efecto de las palabras al mover las cosas que llevamos dentro.
… y luego la vida sigue.
Al final siempre sigue. No sabes cómo ni hacia dónde exactamente.
Se te cae el mundo, pero el mundo rebota y vuelve a su lugar.
Y la vida sigue. Como si nada a pesar de todo.
A velocidad constante, pero ritmo marcado por los ánimos.
Por un tiempo quieto tus pasos marcan huellas de instantes que si algo dejan recordarás y si se borran es porque no hubo nada que mereciera un recoveco de tu memoria.
Pasan los años por tu piel, danzando sobre el escenario de lo visible, y por dentro el baile es más lento.
Tanto cuando el dolor parece no acabar nunca, como cuando sientes que el placer se escurre entre los dedos, también la vida sigue.
Alentando la prisa o acomodando la espera, el tiempo nunca espera.
Acierto y error son el boceto de tu experiencia, decepciones de lo esperado y alegrías de lo repentino.
Como una balanza inquieta cuya medida de peso es el tiempo.
El lugar, el paisaje, lo que piensas en este instante…
Y tal vez no es lo que piensas, sino algo que leíste y que sonaba bien.
La cuestión no es tanto compartirlo como que ya no sabes vivir sin hacerlo, sin decirle al mundo dónde estás, qué haces.
La mayor contradicción del hábito, lo más sutil, es que se vuelve tan automático que la gran mayoría de las veces no lo piensas como un hábito, casi como una adicción.
Cuando disfrutas de verdad lo cuentas después, porque estás, solo o con alguien, nutriéndote del instante, alimentando la cabeza, el corazón y los sentidos.
Cuando disfrutas de verdad se para el tiempo, olvidas el mundo, el teléfono, la imperiosa necesidad de contar a cada instante que disfrutas más que nadie, porque a veces, quizá, no hay más que el deseo inconsciente de creerlo uno mismo.
Los viejos tópicos existenciales de la necesidad de aprobación, de buscar palabras que formen frases que repitan lo que queremos creer y que tantas veces son lo contrario a lo que realmente sentimos.
Cuando nos sentimos frágiles respondemos, sin pregunta previa, lo fuertes que somos.
Cuando necesitamos a alguien, decimos lo bien que nos bastamos solos.
Una, diez, mil veces.
El problema no eres tú. El problema no soy yo. El problema es que todos, corremos a mostrarnos.
El problema es la de horas perdidas, hipnotizados, absortos, sedados, por tantos minutos de gloria.
¿No echas de menos a veces, quedarte a solas con el momento, con el paisaje, con lo que piensas?
¿No echas de menos que dé igual el mundo, que parezca detenerse y que todo sea por un instante solo y no más que el instante?
Los recuerdos son espejos de las cosas como eran